miércoles, 29 de febrero de 2012

Relato imaginado una tarde de invierno: Y en aquella cotidiana vorágine ella había perdido la noción del tiempo.

Ella miraba sus manos, ensimismada, como si no hubiera visto unas tan bellas en toda su vida; se movían ágiles por los trastes de aquella guitarra acústica. El sonido era fuerte, enérgico, contundente… ¡parecía imposible que proviniera de aquellos movimientos delicados y elegantes! La mano izquierda parecía un conjunto de delgados bailarines que seguían una majestuosa coreografía meticulosamente ensayada. La derecha marcaba un ritmo lleno de matices, cuyo valor era parecer sencillo de ejecutar sin serlo.  
Alrededor, el mundo transitaba frenético: ejecutivos con elegantes carteras y gesto preocupado, madres que arrastraban a niños somnolientos que a su vez tiraban de mochilas llenas de libros, jóvenes universitarios que carpeta en mano se apresuraban para no llegar tarde a sus clases matinales, obreros cuyo gesto parecía aventurar lo dura que sería la jornada, secretarias, camareros, trabajadores de un hospital cercano… Todos corrían, como cada mañana en aquella céntrica boca de metro de la ciudad; nadie quería llegar tarde a afrontar sus respectivas obligaciones.
Y en aquella cotidiana vorágine ella había perdido la noción del tiempo; su mundo se había parado al escuchar aquella melodía. A nadie parecía extrañarle que estuviera allí en medio, parada, le esquivaban como si fuera una columna y seguían su rumbo. Ella no era consciente del incesante transitar, estaba inmersa en aquellas notas que habían transportado su inconsciente a otro lugar muy lejos de allí.

Como cada mañana su despertador había sonado a las 6:30 y lo había retrasado, aún a sabiendas que si apuraba esos últimos minutos de sueño bajo el cálido edredón luego tendría que correr para llegar a tiempo al laboratorio de investigación sobre el clima en el que trabajaba desde hacía sólo un par de meses. La tercera vez que sonó el despertador eran ya las siete menos veinte, fue entonces cuando no tuvo más remedio que salir apresurada del mundo de los sueños y entrar en el de los mortales.
Puso agua a hervir y se metió en la ducha. Repetía los mismos movimientos cada mañana, tenía calculado, sincronizado diría yo, el tiempo que tardaba el agua en empezar a hervir y esa era exactamente la duración de su ducha. Salió, se envolvió en la toalla y fue a la cocina a verter el agua en una taza. Añadió una bolsa de té, aquel rico té negro que le había traído su prima tras su último viaje a Brighton, y tapó la taza con un platito.
Fue a la habitación, sobre una silla reposaba la ropa que había dejado preparada la noche anterior. En las noticias habían dicho que el frío invierno continuaría aún unas semanas, así que había elegido ponerse los vaqueros desgastados y el jersey negro de cuello vuelto. Sobre los gordos calcetines se calzó las botas negras, que le cubrían casi hasta la rodilla, y se fue metiendo el cinturón por las hebillas del pantalón mientras avanzaba por el largo pasillo hacia la cocina.
El agua de la taza había oscurecido, saco la bolsa de té, añadió una cucharadita de miel de Sigüenza y una nube de leche semidesnatada. Hoy no le daba tiempo a llevárselo al salón y desayunar en condiciones, lo removió con la cucharilla y se lo bebió de un trago; le encantaba esa sensación de calor que le recorría por dentro y se prolongaba, como un buen abrazo, más allá de haberse bebido la última gota.
En el baño siguió su pequeño ritual: se echó colonia, se dio desodorante, se lavó meticulosamente los dientes, un poco de loción en la cara y se cogió una coleta. No solía maquillarse, salvo que fuera a salir de fiesta o que tuviera muy mala cara, no era el caso. Tampoco era de cremas y potingues así que el ritual no se alargaba mucho.
A las siete en punto sacó de la nevera el tuper que había preparado la noche anterior para la comida de ese día; junto con un yogur, cubiertos y una servilleta lo introdujo en su bolsa de plástico transparente, esa que le había regalado su madre para transportar la comida. Cogió también una manzana y una barrita de cereales para tomar a media mañana, cuando le entrara hambre. Revisó que en la mochila estuviera la bata de laboratorio y el resto de cosas que necesitaba y metió encima la bolsa de la comida. Ya llevaba las llaves de casa en la mano derecha.
Descolgó el abrigo de paño negro del perchero del pasillo, se enroscó la bufanda roja al cuello y, mientras se ponía la mochila, miró por el balcón de la habitación. Era la primera vez que miraba hacia fuera, pues dormida había subido la persiana y no era consciente de haber echado un vistazo a través del cristal. Estaba nublado, quizá lloviera a lo largo de la mañana pero ella odiaba llevar paraguas. No se cambió el abrigo por el chubasquero pues pensó: me arriesgo. Normalmente no le salía mal dejar en casa el paraguas y aunque así fuera, tampoco era de esas personas a las que les molesta mojarse.
Pasaban cinco minutos de las siete cuando, habiendo echado la llave de la puerta de casa, empezó a bajar los siete pisos de escaleras que le separaban del portal. A buen ritmo, como cada mañana, y con la cabeza ya puesta en las tareas diarias… Tengo que llamar a la empresa química noruega para que nos envíen más reactivos. No me puedo olvidar de felicitar a Valentín, el conserje, al entrar; hoy es su cumpleaños. Tengo que pedirles a los informáticos que me revisen el ordenador, no funciona el programa de estadística que me instalaron la semana pasada; ¡qué desastre soy!, lo he ido posponiendo y pronto voy a necesitarlo. A las 12 reunión con los jefes en la sala común del primer piso ¡qué pereza! ¡Ah!, Y tengo que bajar al almacén del sótano a ver qué equipos hay disponibles para montar los experimentos de la semana que viene…
Oyó cómo se cerraba la puerta del portal tras ella y caminando a buen paso se dirigió hacia la boca de metro, que estaba a tan sólo dos manzanas. El frío intenso que le daba en la cara le obligó a subirse el cuello del abrigo y esconder las manos en las mangas. No se dio cuenta de que llevaba la espalda contraída para no perder el calor corporal. Aún así su cara dibujaba un atisbo de sonrisa, el frío le gustaba.

Su mundo se había parado al escuchar aquella melodía. El guitarrista, un joven rubio de pelo un tanto greñoso, vestía un vaquero oscuro que, aunque limpio, se notaba que era viejo, y una cazadora de piel marrón también desgastada por el paso del tiempo. Su imagen, quizá por su tez morena, recordaba a la del típico surfero australiano, pero su cara mostraba las huellas de una existencia vivida intensamente. No había reparado en la joven que entre tanto ir y venir de personas permanecía inmóvil mirando fijamente sus manos.
Pero ella no estaba allí, estaba en el pequeño pueblo de Huesca en el que se crió su padre y en el que ella pasó con sus abuelos cada verano hasta que cumplió 10 años. Fue entonces cuando su abuelo, que siempre había gozado de buena salud y tenía un cuerpo bastante atlético para su edad, sufrió un repentino infarto. La abuela se mudo a la ciudad, más por obligación que por gusto, a vivir con una de las hermanas de su padre; desde entonces nadie había vuelto a poner un pie en aquel pueblo del Pirineo.

Allí había escuchado aquella melodía por primera y única vez y desde entonces había permanecido grabada en su recuerdo. Sólo en su recuerdo, porque aunque alguna vez lo había intentado no había conseguido reproducirla. Era de esas melodías que han de tomarse como un regalo para uno mismo, pues están dentro de nuestra cabeza pero somos incapaces de emitir sonidos que consigan sacarlas al exterior. Pero esta vez no había duda, no estaba dentro de su cabeza, sino fuera; y entraba por sus oídos rememorando la historia que un día de aquel verano del 96 le contó María, una hermana de su abuelo, que pasó unos días de visita en el pueblo.
María le contó que su madre era danesa, y que con quince años se había enamorado de un joven marinero holandés que había llegado en un barco de igual bandera a las costas de Jutlandia tras haber pasado el verano pescando bacalao en el Mar de Barents. Los marineros permanecieron allí un mes arreglando los daños que el hielo había ocasionado en el casco antes de emprender el duro regreso a casa atravesando el Mar del Norte. Ambos jóvenes hacían lo posible por verse cada tarde y pronto encontraron la manera de comunicarse. Daban largos paseos, iban a recoger bayas, se sentaban a contemplar el incesante choque del mar contra la orilla…
Un día, a la sombra de un gran abeto, él había sacado un bonito estuche de cuero y de él una bella flauta de madera de arce. Bajo la dulce mirada de la madre de María, él había entonado una bella melodía. Se trataba de una canción holandesa que los marineros entonaban el primer día en la mar con la creencia de que así alejarían de ellos tragedias, tempestades y malos espíritus.
El joven holandés pasó la última semana dedicado a enseñar aquella canción a la madre de María, le regaló la flauta y cuando llegó el momento de partir ella entonó desde el muelle la bella melodía. En aquella tranquila aldea danesa no supieron nunca nada más del barco holandés aunque pasado un mes de la partida corrió el rumor de que un pesquero de bandera holandesa había naufragado en el Mar del Norte debido a un gran temporal.
Pasado el tiempo aquella jovencita danesa se casó con un marinero vasco y abandonó su país natal. Crió a sus dos hijos, María y Hans, en San Sebastián. Y de allí, se trasladaron a vivir al Pirineo cuando el marido se retiró de la mar. María recordaba que todas las noches durante los largos meses que su padre permanecía embarcado, su madre entonaba con la flauta aquella alegre melodía, era una canción llena de energía; uno al escucharla podía imaginar la gran valentía de los hombres de la mar. Pero su madre siempre la entonaba con semblante triste, rememorando quizá los años vividos en Dinamarca y sobre todo recordando aquellos días junto al joven holandés. De ver a su madre María aprendió a tocar la flauta, aunque nunca se atrevió a cogerla.
El pueblo estaba tan bello como siempre aquella triste tarde en la que despidieron a Hans tras el repentino infarto; sus tejados de pizarra, sus calles empedradas y su olor a bosque impregnando el ambiente. En aquel lugar la intemporalidad era un hecho. Fue aquella calurosa tarde de primavera cuando María sacó el estuche de cuero y entonó la alegre melodía en memoria de su hermano.

Pasaban los minutos y aquella chica permanecía como una estatua inmersa en sus pensamientos frente al joven guitarrista. Un empujón le sacó bruscamente de aquel lejano mundo y le devolvió a su realidad. Él daba los últimos acordes cuando ella reaccionó y empezó a andar deprisa hacía los tornos. Iba a llegar tarde al laboratorio.  

Pasaban solo cinco minutos de las ocho cuando, tras haber recorrido las dieciséis estaciones de metro con sus tres transbordos correspondientes, cruzó la puerta de entrada al edificio. Era una construcción moderna situada en la periferia de la ciudad. Encontró a Valentín sentado tras el mostrador de recepción y le felicitó efusivamente desde la entrada. Él sabía que ella hoy llegaba con retraso así que agradeció la felicitación y disculpó que no se entretuviera. 
El reloj digital del laboratorio de la segunda planta, donde ella solía trabajar, marcaba las 8:15 cuando entró por la puerta abrochándose la bata. Comenzó a encender los instrumentos y aparatos electrónicos del laboratorio; mientras, no podía dejar de pensar cómo habría llegado a conocer el guitarrista aquella canción. Y como siempre le pasaba, lamentó profundamente no haberse acercado a preguntar. Quizá otro día la vida le daba la oportunidad de volverse a cruzar con él y puede que entonces ella reuniera el valor para preguntarle.