jueves, 13 de septiembre de 2012

Realidad difuminada

Por la ventana entraba aquel olor a pino, a tierra, a oxígeno. Aquel olor intemporal que reconforta por dentro. Lo único que rompía el silencio era el tintineo de la farola mecida por el suave viento. No parecía haber un alma por la calle en la noche de aquel caluroso septiembre.
Yo andaba inmersa en mis ‘reflexiones vitales’ pues septiembre es siempre un mes de cambio. Había decidido tomármelo de vacaciones ante lo que luego pudiera acontecer; me las prometía felices disfrutando de la soledad bajo la manta de rayas, como en Palma, pero no. Finalmente mi idea había tenido tanto éxito que la familia había decidido copiarla y allí estaba yo; ¡quién lo iba a decir!, echando de menos la soledad.
El mundo había seguido girando, a veces a ritmo vertiginoso, otras (sobre todo los domingos) un poco más pausado y había llegado el momento de decidir cuál sería el Plan B. En caso de que el Plan A, la resolución de aquellas becas de doctorado en España, no diera sus frutos; lo tenía claro: debía ejecutar un plan de huída. Siempre me gusta tener un As bajo la manga y aquel era el momento de esconderlo.
Probablemente la opción más lógica fuera viajar a Alemania, allí podría perfeccionar el inglés que empezaba a oxidarse en algún rincón de mi cabeza y aprender la lengua germana, muy valorada en el ámbito científico. Pero ¿quién sabe? ¿por qué iba a ser la opción lógica la más correcta?
 
Sin duda había sido un largo verano, parecía infinito el tiempo que había pasado desde aquella semana en Santander a mediados de junio. Y en cambio, si cerraba los ojos, aún podía sentir sobre la piel el calor de aquel sol aún primaveral.
No podía calcular cuántos kilómetros había recorrido, a cuántas fiestas había asistido, cuánto tiempo había dormido, cuántas horas había trabajado... Simplemente, los recuerdos de aquel verano acudían a mi mente en forma de fotogramas. Bien es verdad que, por diferentes motivos, en mi memoria el verano tenía una clara banda sonora Love your ground de Mumford&Sons.
Ahora, con la perspectiva del tiempo sé que por aquel entonces yo ya me había reconstruido. Me sentía feliz, había sacado el lado bueno hasta de las situaciones más dolorosas y creo que en el fondo me sentía orgullosa de haber creado una versión mejorada de mi misma. Vivía el momento sin renunciar a mis sueños.
Siempre he sido muy racional, fría y bastante hermética; sin embargo, entonces andaba preocupada, es más, emocionada al ver injustamente quebrarse los frágiles sentimientos de otros a mí alrededor. Yo ya había pasado por aquello, quizá de otra manera, diferente. Aún así no tenía palabras. Llegado el caso cada uno debe vivir a su manera el ‘camino hacia la indiferencia’.
 
Me había quedado dormida con el ordenador sobre las rodillas, lo dejé en el suelo, apagué la luz y me tapé con una manta. Pocas horas después, aún de madrugada, me desperté acurrucada en un extremo de la cama, sonreí. Por la ventana aún abierta llegaban los augurios de un frío invierno. Ya no recuerdo si aquellos vientos de cambio me trajeron también las primeras anginas de la temporada, sea como fuere el verano se había alargado y yo esperaba con ansía el mejor momento del año, la época del jersey. Las lluvias de otoño, el calor de la chimenea, los jerséis de cuello vuelto...
 
A la mañana siguiente la luz que entraba a través de las cortinas presagiaba un cielo repleto de nubes grises, puede que fuera aquello, o quizá el sonido de mis primos pequeños en el patio trasero, lo que me hizo despertar cargada de energía. Con ellos tenía ya esa sensación de nostalgia al ver que la magia de los momentos compartidos durante su niñez pronto sería recuerdo del pasado.
Salí de la cama. Sobre la camiseta que hacía las veces de pijama de verano me cerré la sudadera verde que encontré arrugada sobre la silla de la habitación; reposaba en aquel montón que yo llamaba ‘ropa en tránsito’. Bajé las escaleras estirando bien las mangas, intentando esconder las manos. Puse la cafetera sobre el fuego pequeño de la cocina de gas y un par de rebanadas de pan del día anterior en el tostador. El gran ventanal del salón permanecía cerrado; tras él, un amenazante cielo gris desafiaba mis planes de aquella mañana.
Otra vez aquel olor, ¡se me habían quemado las tostadas! ¡Qué desastre! Empezaba a pensar que había un fallo genético por el cual era imposible que yo no quemara el pan ni se me saliera el café de la cafetera... Lo del café resulto no ser un defecto hereditario y se solucionó poco después cambiando la goma desgastada de la cafetera. Sin embargo, aún conservo la teoría de que la alta frecuencia con la que carbonizo tostadas no es por despiste sino por algo más grave. En fin, aquella mañana acabé desayunando cereales integrales.
Volví a subir al piso de arriba. Los últimos días el calentador había estado fallando pero aquella mañana el agua caliente aguantó hasta el final de la ducha. Me vestí con ropa cómoda; aunque no hacía el frío suficiente estaba deseando sacar los pantalones negros de montaña ¡les había cogido tanto cariño en el viaje al Ártico!, así que me empeñé en lucirlos... Una sudadera, las botas y en la mano el chubasquero blanco. Pocos minutos después salía por la puerta de casa ajustándome la coleta.
Había pensado dar un paseo por mi lugar preferido del planeta; sobre la margen derecha de los cortados que encajan el Río. A sólo unos minutos de casa era para mí un lugar donde el tiempo se paraba, casi siempre inhóspito, cercano a lo que yo entiendo por ‘el Fin del Mundo’. Me sigue encantando ir allí de vez en cuando y ver cómo el paisaje va cambiando al son del paso de las estaciones. No me canso de admirarlo; siempre igual, siempre diferente.
Comencé a dar los primeros pasos observando aún claramente las huellas del largo estío y empecé a disfrutar de la belleza de aquellas monumentales rocas, el serpenteo del bosque de rivera desde las alturas, los diferentes blancosgrisesnegros del cielo que se cernía, aún contenido, sobre el lugar. Y entonces, en el bolsillo derecho del chubasquero empezó a vibrar mi teléfono móvil. Descolgué.
Ni siquiera en el fin del mundo se puede estar tranquilo. Sin embargo, aquella llamada cambiaría mi vida para siempre.