miércoles, 27 de noviembre de 2013

Ducati del 56

Estaba sentado en el sofá cuando a lo lejos reconoció el inconfundible rugir del motor. Cogió la cazadora y salió a la calle. Ella le esperaba sonriente sobre su Ducati roja del 56; una reliquia que había pertenecido a su padre y que volvió a la familia en forma de chatarra tras ser rescatada el otoño anterior del corralón del abuelo. Una vez restaurada, la moto y ella se habían convertido en inseparables. Él se ajustó el casco que ella le ofrecía y anudó los brazos entorno a su cintura.

La tarde empezaba a caer y en el cielo dominaban aquellos malvasrosasrojosnaranjas que suelen acompañar a la bella luz de septiembre. El aire aún era cálido cuando dejaron la ciudad atrás y enfilaron la serpenteante carretera de la sierra.

Disfrutaban del paisaje al tiempo que se veían inmersos en sus pensamientos; él trataba de descubrir la manera de acabar con su agobiante rutina, odiaba aquel trabajo de oficina de ocho a tres, ordenador y papeleos, y trataba de vislumbrar la manera de conseguir sus sueños. Ella repasaba en su mente una conversación que había mantenido hacía unos días con su hermano, por su gesto parecía algo preocupada.

Poco a poco la luz fue cayendo y los amarillos campos de trigo recién cosechado dieron paso a un denso bosque verde de carrasca.

Cuando apagó el ronco motor en la plaza el viento que soplaba entre los negros tejados de pizarra era frío. No había nadie por la calle a pesar de ser sábado. ¡Cómo había cambiado aquello en apenas dos semanas! Pues con motivo de las fiestas patronales las calles del pequeño pueblo serrano que ahora parecían casi fantasmagóricas se habían visto desbordadas de gente, música y bombillas de colores.

La puerta de la vieja casa de la abuela crujió. Llevaba tiempo cerrada y de dentro salió la bocanada de humedad que guardan los muros de piedra. Pronto el calor de la lumbre y las viejas mantas de lana caldearon sus cuerpos.

Por la ventana un cielo oscuro lleno de estrellas y la tenue luz de una luna gitana que acababa de asomar por el horizonte; extenuando su cuarto menguante parecía una fina sonrisa de dama malvada. Esa imagen evocó las historias que su abuela contaba al calor de aquella lumbre que ahora crepitaba como demandando su protagonismo, ya casi extinto.

La abuela había sido una mujer de carácter, de esas que no se doblega ni se recrea en las desgracias sino que derrocha vitalidad y resurge con fuerza sobreponiéndose de manera ejemplar a las desavenencias de la vida. No daba esa sensación al verla pues, sin embargo, su rostro de porcelana y su cuidada cabellera llena de plateadas ondas inspiraban dulzura y fragilidad a partes iguales. Así era ella, una propia contradicción en sí misma.

Aunque hacía años que ya no vivía en aquella casa, su olor aún impregnaba el ambiente y su mano aún se podía percibir al observar la meticulosa colocación de los objetos sobre la repisa de la chimenea; el viejo reloj presidía la escena desde el centro, flanqueado por dos antiguas cajas de latón en las que en algún momento se guardó harina y a los lados de ambas su colección de tarritos de cristal de diferentes colores y tamaños cuyo único vínculo común era el tapón de corcho.

El polvo deslucía la belleza de aquellos objetos y hacía que ella ahora, al observarlos, sintiera el peso del paso del tiempo. Aún recordaba cuando su curiosidad infantil había recaído en aquellos recipientes, todos vacíos. Y había preguntado a la abuela por qué no contenían nada. La respuesta fue ciertamente desconcertante: todos están llenos. Tras una pausa y al ver la cara de asombro de la niña la abuela había explicado su afirmación: todos contienen algo. Por ejemplo, este azul pequeñito guarda la furia de las olas del cantábrico chocando contra las rocas una fría tarde de marzo y aquel rojo el olor del espliego en octubre. La niña había cogido el tarro rojo y destapado junto a su nariz trataba de averiguar cuál era el olor del espliego en octubre pero no percibió nada; dio por concluida la conversación pensando que su abuela estaba algo chiflada y volvió a dejar el tarro tapado sobre la repisa.

-       ¿Qué miras? Preguntó él al verla absorta con la mirada fija en la repisa de la chimenea.
-       Los tarros. Dijo ella.
-       Están vacíos. Observó él.

Ella retiró la manta de lana que le cubría y se levantó. Caminó hacía la chimenea sin decir nada. Cogió el tarro rojo entre sus manos y volvió al sofá junto a él. Se movía despacio. Él entendió que la mente de ella permanecía en otro lugar y continuó mirándola divertido. Pasó unos segundos observando el tarro y finalmente lo dejó sobre la mesita de madera que había junto al sofá. Cuando salió de aquel bombardeo de recuerdos contestó: No están vacíos. Pero él ya había perdido la atención, se había levantado y buscaba sin éxito el mando de la televisión. Cuando ella se dio cuenta le dijo: no tiene mando. Él se acercó al viejo televisor y presionó el botón negro rectangular que había en la parte inferior. La pantalla se llenó de nieve gris y un ruido ensordecedor, como si de un enjambre de abejas se tratara, inundó la habitación. El botón del volumen era una rueda que él giró hacia la izquierda devolviendo el silencio a la estancia. La apagó al darse cuenta de que allí no había llegado la era digital, dudaba si quiera que aquel trasto tuviera euroconector.

Acercaron al fuego la tortilla y los filetes empanados que habían llevado para la cena y mientras él avivaba la lumbre ella bajó a la bodega a por vino. Volvió tiritando con una botella de Viña Real del 87 en la mano. Se acurrucó junto a él bajo la manta de lana y cenaron observando la danza naranja que las llamas hacían frente a ellos. Resultó que el Rioja no estaba picado sino gustoso e hizo fluir la conversación.

Ambos disfrutaban las historias que el otro narraba, unas se enlazaban con otras. Las palabras dieron paso a besos apasionados y sus cuerpos terminaron enredándose en una danza que parecía ir acompasada con las llamas.


Por la ventana entraba un haz de luminoso gris cuando él se levantó. El viento había tapado las estrellas con nubes pero en aquel primer día de otoño un intenso sol se hacía notar tras ellas. Se sirvió café del termo en una taza de porcelana y se lo tomó mientras jugueteaba con un pequeño tapón de corcho. Ella despertó. Un fuerte olor a espliego había envuelto la habitación. En la mesita de madera el tarro rojo, abierto. 





miércoles, 17 de julio de 2013

Historia de un bombero

Tenía cara de niño con su sonrisilla tímida y aquella camiseta naranja. ¿Me pones una Mixta? ¿A mí una Coca-Cola?... Y así lo conocí aquel verano del 2004; todas las tardes tras la barra de aquella vieja discoteca reconvertida. Pronto supe que seríamos amigos, lo que no imaginé es que llegáramos a ser familia… Que acabaría siendo una especie de hermano, un gran ejemplo…

Ahora, aún a pesar de lo duro, de haber estado seis años envuelto en la persecución de un inhumano objetivo, tras haberse dejado la piel, aún conserva el sentido del humor, picante e inteligente, como el de aquel caluroso verano.

Muchas cosas han cambiado; y no me refiero a físicamente, que también, porque aquel esmirriado de ojos marrones se convirtió en todo espalda, un musculado madelman de entradas marcadas. No. Me refiero a que ninguno somos el mismo, porque todos poco a poco hemos logrado ser una versión mejorada de lo que algún día fuimos.

Puede que la esencia del hoy ya existiera en lo que éramos aquel septiembre en las calles de San Sebastián, el siguiente año cuando nos pusimos el pantalón blanco y el pañuelico rojo y recorrimos por primera vez La Estafeta y bailamos, katxi en mano, en el Jarauta y el Viana, y ese noviembre cuando un empujón lo subió al escenario a cantar una de sus favoritas, esa que dice quiero ser más rápido que ellos… Y él, como si fuera una broma del destino, lo consiguió: ser más rápido que todos.

Arriesgó hasta ganar. Invirtió toda su ilusión, esfuerzo, trabajo, mucho sacrificio, y en numerosas ocasiones hasta dolor. Tuvo que aprender a sacar paciencia cuando la Administración decidió poner ante él un obstáculo tras otro. Una carrera de vallas, o más bien de muros, a la que muy pocos sobreviven.

Hace casi dos años empezaba por fin la ansiada y temida etapa, los exámenes; allí se presentaron más de 5500 aspirantes depositando todas sus esperanzas. El teórico llegó en diciembre, en buena fecha para celebrar el éxito aunque él, que había ido perdiendo optimismo por el camino y se cuidaba de no separar los pies del suelo, más bien creyó que ahogaba penas con cada trago de cerveza. No conseguimos convencerle que no estaba cayendo en picado que aquello no era igual que un mal sueño. Por fin se olvidó y no dejó de correr, como en sueños. Siguió buscando su destino…

Pronto aquellos fuertes y entusiasmados jóvenes se encontraron con las exigentes cribas del proceso y las desesperantes dilaciones. Él tuvo que sacar fuerzas y aguantó hasta cuando todo parecía negro. En las físicas los nervios casi le traicionan pero fue un mono en la cuerda, un delfín en el agua y una liebre en la pista. Él no estaba contento. Lo podía haber hecho mejor decía, ¡malditos nervios! y se quejaba con razón: ¡no me jodas! ¿a quién se le ocurre poner un 1500 a las doce de la mañana en Madrid en pleno junio?

Pasaron meses de espera, horas y horas practicando en el taller, y los exámenes extra de por medio, porque siempre intentó tener un as en la manga. Y cuando ya parecía que veía la luz llegó la agonía y las situaciones cómicas. Ya sólo faltaba el reconocimiento médico ¿será verdad? ¿llegaré a conseguir lo imposible? No nos creía cuando le decíamos que ya lo había logrado.

Cada vez, en cada obstáculo de esta carrera de fondo se iba mermando el número de aspirantes, muchos de ellos ya grandes amigos quedaron en el camino… De aquellos primeros miles quedaron a penas doscientos. Y como en El Tercer Movimiento él había vivido derribando todas las barreras y como en El Cuarto se volvió duro como una roca. Y de todos, consiguió ser el número 10; no es casualidad, es lo que es y lo que merece.

Los últimos años han sido una experiencia durísima pero quedan muchas cosas buenas, entre ellas la satisfacción que se siente tras haber luchado por lo que uno quería y haberlo conseguido. ¡Ni Beatrix Kido peleó tanto! Me siento muy orgullosa de él y le quiero agradecer la enseñanza: seguir adelante siempre, no darse por vencido.   

Aprovecho para ponerme sentimental, la emoción de la ocasión lo requiere. Y así haciendo memoria… Pues hemos puesto muchas copas juntos, alguna que otra gominola y, como no, los vasos de agua. Hemos viajado por Europa ¡que frío pasamos en Berlín!, cantamos las de Last Prophecy en la Ritmo&Compás… ¡que de buenos momentos! Y eso es lo que toca ahora porque ya se ha acabado lo agrio, queda lo dulce. Y seguro que la sonrisa de hoy no es tímida, como la del niño que vendía zumos, es grande, de bombero.


Yo de mayor quiero ser como tu Pablete. ¡Enhorabuena!


martes, 11 de junio de 2013

Amapolas

Un globo naranja giraba en círculos dentro de un remolino de aire. Ella cruzó por medio con sus botas azules. Nadie en la plaza parecía fijarse en aquel globo que como el del cortometraje Le ballon rouge parecía tener vida propia.

Al otro lado de la calle en un cine antiguo se anunciaba un estreno ¿cómo habría sobrevivido aquella sala? Seguro que tras la resistencia del Rex se encontraba la figura de un apasionado cinéfilo que se aferraba al proyector y luchaba por abrir el viejo telón granate una vez más.

Un gato callejero patrullaba la salida trasera del edificio; ningún otro felino del barrio osaba meter sus bigotes en cualquiera de los siete contenedores de residuos que allí había. No se arriesgaban a quedarse sin vidas en el intento.  

El devenir de las cosas, un ir y venir ajetreado, el tranvía cerrando sus puertas… Nadie había echado de menos las amapolas en aquel mayo lluvioso y sin embargo ella, cada día las añoraba.


Todo era diferente, hasta el sabor del café, más amargo. Y el cielo más gris, y el horizonte más negro… Y en cambio su interior era como aquel globo, una danza incansable al son del viento; que hoy soplaba tranquilo, de poniente, trayendo consigo el olor del verano.


sábado, 20 de abril de 2013

Abril

Niebla al amanecer.
Geranios en el balcón.
Bullicioso silencio.
Silba el viento.
Sueños geométricos.
Desvelos de razón.
Anhelos sin sabor.
Macedonia en vena.
Un abril sin lluvia.
No hay lágrimas en el cristal.

jueves, 21 de febrero de 2013

Nubes grises


     Tras unos días de inusual calor la mañana había amanecido nublada. Sobre la torre del campanario las nubes grises cargadas de agua se cerraban, amenazantes, presagiando las lluvias de un febrero loco que agonizaba.

     Con vaqueros desgastados y amplio jersey de lana cargaba la leña necesaria para combatir el desapacible día; llenaba los cubos en el garaje y los subía, apilándolos cuidadosamente en los últimos escalones junto a la gran cesta de piñas.

     El timbre del microondas sonó justo cuando las dos piñas incendiadas en el interior de la chimenea conseguían prender los primeros troncos.

     Desayunó mientras revisaba el mail y las principales noticias de la mañana. Hacía meses que una ola de lugubridad y pesimismo había invadido el respirar general ante la delicada situación en la que se encontraba el país.

     Los gobernantes presionados por los grandes bancos y las agencias de calificación europeas trataban de salvar el país a golpe de recorte. Cada vez más alejados y ajenos al "sobrevivir" diario de los ciudadanos y rodeados de un aura de corrupción, falta de transparencia y tráfico de influencias que, si bien parecía no importarles, ignoraban que acabaría siendo el detonante de lo que posteriormente sería "la explosión social".

     En aquellos tiempos no había otra manera de estar informado que ser activo en las redes sociales y contribuir en las cada vez más frecuentes protestas y movilizaciones contra las asfixiantes medidas de un gobierno tan corrompido como parcial. Pues siempre acababan dejando que la hebilla no cambiara de agujero en el cinturón de los más ricos.

     Cuando terminó de indignarse con las noticias del día decidió que era hora de empezar el trabajo.

     Había pasado muchos años en la ciudad, entre atascos y reuniones, trabajando para una gran multinacional farmacéutica. Ahora tenía la suerte de trabajar desde casa. Sin embargo sabía que no sería por mucho tiempo pues la nueva ley había abaratado tanto el despido que pronto la empresa aumentaría su margen anual de beneficios poniendo en su puesto a un joven becario que solucionaría el grueso de las tareas por un módico precio. No podía quejarse, llevaba cuatro años librándose de engrosar las listas del paro; cosa que no podía decir de la mayoría de sus amigos y conocidos. Ni los sacrificados currantes que habían estado empleados en duros puestos desde los dieciséis años, ni aquellos compañeros de facultad bien preparados que no fueron capaces de atisbar el gran fracaso de su generación tras los sobresalientes y las matrículas de honor. Un fracaso que todos, unos y otros, sentían como propio y que a muchos, los menos optimistas, les iba minando la moral. Sin embargo la sensación de culpabilidad no les correspondía, aquel fracaso no era suyo era del sistema. Pensaba mientras sus dedos se enredaban en los hilos sueltos del desgastado vaquero. 

     Y hasta que la indignación no llevara al verdadero despertar social y la presión en las calles no quebrara la banalidad de la clase política el cambio seguiría siendo una utopía.

     Dejó de jugar con los hilos del vaquero y se obligó a alejar de la mente a su "yo" reivindicativo. Al fin y al cabo poco podía hacer desde aquel aislado pueblo del Pirineo Navarro.

     Abrió en el portátil el informe sobre las contraindicaciones de un nuevo medicamento para combatir la ansiedad que se acababa de testar mediante ensayos clínicos. Pronto su mente volvió a salir de las obligaciones y comenzó a divagar sobre el estrés, la ansiedad, la depresión... Problemas frecuentes en la sociedad actual que no hacían más que evidenciar la mala salud del sistema.

     Dos horas después terminó el  informe y lo envió a través de la intranet de la compañía. Se sentía satisfecha aunque sabía perfectamente que aquel trabajo nunca le sería reconocido. Avivó el fuego de la chimenea, tendió una lavadora y pronto volvió a ponerse frente al ordenador; acababa de concluir la presentación que usaría dentro de unos días en Zurich en el congreso anual de farmacología. Había sido invitada para hablar de las técnicas de eliminación de fármacos presentes en el medio ambiente. Estaba redactando un e-mail cuando sonó el teléfono.

     Eran malas noticias. La tía Ana llamaba con su voz entrecortada por las lágrimas; consiguió entender que hoy le había llegado la carta de desahucio. 

     En aquella gran casa de piedra y tejado de pizarra se le acababa de congelar hasta el habla. Había llegado el momento de hacer algo.





     Hoy iba escribir una bonita historia, quizá un viaje, una aventura; iba a inventar un relato lleno de intrigas o quizá una historia de amor... Sin embargo salió 'esto'. Discúlpenme el tono y a la realidad lo triste. Supongo que el boli reflejó el cansancio de esperar; la paciencia se agota y hasta al más optimista parece faltarle la ilusión. Me agota que algunos sigan defendiendo lo indefendible y otros se aferren a los restos del naufragio de un barco que se hundió hace ya mucho tiempo. 

     No creo en las cómodas revoluciones de sofá ni en este 'estado del bienestar'. Llámenme ingenua pero no voy a dejar que acaben con mi entusiasmo y lo tiñan todo de negro. Que si las nubes grises auguran tormenta habrá que salir a ver como la lluvia refresca.