Estaba sentado
en el sofá cuando a lo lejos reconoció el inconfundible rugir del motor. Cogió
la cazadora y salió a la calle. Ella le esperaba sonriente sobre su Ducati roja
del 56; una reliquia que había pertenecido a su padre y que volvió a la familia
en forma de chatarra tras ser rescatada el otoño anterior del corralón del
abuelo. Una vez restaurada, la moto y ella se habían convertido en
inseparables. Él se ajustó el casco que ella le ofrecía y anudó los brazos
entorno a su cintura.
La tarde
empezaba a caer y en el cielo dominaban aquellos malvasrosasrojosnaranjas que
suelen acompañar a la bella luz de septiembre. El aire aún era cálido cuando
dejaron la ciudad atrás y enfilaron la serpenteante carretera de la sierra.
Disfrutaban
del paisaje al tiempo que se veían inmersos en sus pensamientos; él trataba de
descubrir la manera de acabar con su agobiante rutina, odiaba aquel trabajo de
oficina de ocho a tres, ordenador y papeleos, y trataba de vislumbrar la manera
de conseguir sus sueños. Ella repasaba en su mente una conversación que había
mantenido hacía unos días con su hermano, por su gesto parecía algo preocupada.
Poco a poco la
luz fue cayendo y los amarillos campos de trigo recién cosechado dieron paso a
un denso bosque verde de carrasca.
Cuando apagó
el ronco motor en la plaza el viento que soplaba entre los negros tejados de
pizarra era frío. No había nadie por la calle a pesar de ser sábado. ¡Cómo
había cambiado aquello en apenas dos semanas! Pues con motivo de las fiestas
patronales las calles del pequeño pueblo serrano que ahora parecían casi
fantasmagóricas se habían visto desbordadas de gente, música y bombillas de
colores.
La puerta de
la vieja casa de la abuela crujió. Llevaba tiempo cerrada y de dentro salió la
bocanada de humedad que guardan los muros de piedra. Pronto el calor de la
lumbre y las viejas mantas de lana caldearon sus cuerpos.
Por la ventana
un cielo oscuro lleno de estrellas y la tenue luz de una luna gitana que
acababa de asomar por el horizonte; extenuando su cuarto menguante parecía una
fina sonrisa de dama malvada. Esa imagen evocó las historias que su abuela
contaba al calor de aquella lumbre que ahora crepitaba como demandando su
protagonismo, ya casi extinto.
La abuela
había sido una mujer de carácter, de esas que no se doblega ni se recrea en las
desgracias sino que derrocha vitalidad y resurge con fuerza sobreponiéndose de
manera ejemplar a las desavenencias de la vida. No daba esa sensación al verla
pues, sin embargo, su rostro de porcelana y su cuidada cabellera llena de
plateadas ondas inspiraban dulzura y fragilidad a partes iguales. Así era ella,
una propia contradicción en sí misma.
Aunque hacía
años que ya no vivía en aquella casa, su olor aún impregnaba el ambiente y su
mano aún se podía percibir al observar la meticulosa colocación de los objetos
sobre la repisa de la chimenea; el viejo reloj presidía la escena desde el
centro, flanqueado por dos antiguas cajas de latón en las que en algún momento
se guardó harina y a los lados de ambas su colección de tarritos de cristal de
diferentes colores y tamaños cuyo único vínculo común era el tapón de corcho.
El polvo
deslucía la belleza de aquellos objetos y hacía que ella ahora, al observarlos,
sintiera el peso del paso del tiempo. Aún recordaba cuando su curiosidad
infantil había recaído en aquellos recipientes, todos vacíos. Y había
preguntado a la abuela por qué no contenían nada. La respuesta fue ciertamente
desconcertante: todos están llenos. Tras una pausa y al ver la cara de asombro
de la niña la abuela había explicado su afirmación: todos contienen algo. Por
ejemplo, este azul pequeñito guarda la furia de las olas del cantábrico
chocando contra las rocas una fría tarde de marzo y aquel rojo el olor del
espliego en octubre. La niña había cogido el tarro rojo y destapado junto a su
nariz trataba de averiguar cuál era el olor del espliego en octubre pero no
percibió nada; dio por concluida la conversación pensando que su abuela estaba
algo chiflada y volvió a dejar el tarro tapado sobre la repisa.
- ¿Qué miras? Preguntó él al verla absorta con la
mirada fija en la repisa de la chimenea.
- Los tarros. Dijo ella.
- Están vacíos. Observó él.
Ella retiró la
manta de lana que le cubría y se levantó. Caminó hacía la chimenea sin decir
nada. Cogió el tarro rojo entre sus manos y volvió al sofá junto a él. Se movía
despacio. Él entendió que la mente de ella permanecía en otro lugar y continuó
mirándola divertido. Pasó unos segundos observando el tarro y finalmente lo
dejó sobre la mesita de madera que había junto al sofá. Cuando salió de aquel
bombardeo de recuerdos contestó: No están vacíos. Pero él ya había perdido la
atención, se había levantado y buscaba sin éxito el mando de la televisión. Cuando
ella se dio cuenta le dijo: no tiene mando. Él se acercó al viejo televisor y
presionó el botón negro rectangular que había en la parte inferior. La pantalla
se llenó de nieve gris y un ruido ensordecedor, como si de un enjambre de
abejas se tratara, inundó la habitación. El botón del volumen era una rueda que
él giró hacia la izquierda devolviendo el silencio a la estancia. La apagó al
darse cuenta de que allí no había llegado la era digital, dudaba si quiera que
aquel trasto tuviera euroconector.
Acercaron al
fuego la tortilla y los filetes empanados que habían llevado para la cena y
mientras él avivaba la lumbre ella bajó a la bodega a por vino. Volvió
tiritando con una botella de Viña Real del 87 en la mano. Se acurrucó junto a
él bajo la manta de lana y cenaron observando la danza naranja que las llamas
hacían frente a ellos. Resultó que el Rioja no estaba picado sino gustoso e
hizo fluir la conversación.
Ambos
disfrutaban las historias que el otro narraba, unas se enlazaban con otras. Las
palabras dieron paso a besos apasionados y sus cuerpos terminaron enredándose
en una danza que parecía ir acompasada con las llamas.
Por la ventana
entraba un haz de luminoso gris cuando él se levantó. El viento había tapado
las estrellas con nubes pero en aquel primer día de otoño un intenso sol se
hacía notar tras ellas. Se sirvió café del termo en una taza de porcelana y se
lo tomó mientras jugueteaba con un pequeño tapón de corcho. Ella despertó. Un
fuerte olor a espliego había envuelto la habitación. En la mesita de madera el
tarro rojo, abierto.
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