viernes, 5 de diciembre de 2014

Reinaba la oscuridad

Empezó a pensar en un nuevo teorema. Tenía que existir una explicación lógica.

Cerca de su Pisa natal contemplaba el mar de la Toscana; su danza le embelesaba. Unas veces tan alto que acariciaba las rocas y otras tan alejado que para sentir su fría caricia había que recorrer un desierto de arena.

¿Y la Luna? ¡Oh, la Luna! Admiraba su brillo las noches en que la esfera iluminaba su deambular.

Reinaba la oscuridad. El golpeteo de las olas contra las rocas interrumpió su pensamiento. ¿Y si el Sol fuera el centro de todo? Un escalofrío recorrió su cuerpo.



- ¡Duérmete ya Galileo!




La voz

Hoy parece que ella tiene la voz todavía más dulce que ayer. Sin embargo, está más triste. Se le nota; marca menos las erres y no alarga los finales de frase con su habitual tonillo cantarín. Adoro ese soniquete…

        ¿Qué te pasa cariño? ¿No te gusta el otoño?
Ella cambia de tema. – Es momento de hablar de economía – Dice. Escucho embobado aunque no entiendo nada.



Unos minutos después ella se ha despedido y yo apago la radio.



Invierno

-  Deberías airearte un poco. ¿Cuánto llevas encerrada?

Fuera unos tenues rayos de sol, los primeros que se atrevían a salir tras el frío invierno, se colaban entre las ramas del abeto. A lo lejos el discurrir del deshielo en un arroyo y el aleteo de un mirlo sobre las densas copas. Aún hacía fresco.



Parecía pronto para salir, pero la ardilla desperezó sus meses de hibernación de un salto y salió de la madriguera. Debía volver a llenar su despensa. Correteó unos minutos entre la nieve y por fin encontró la primera piña.



Entre botones de colores

Ella no tiene habilidad ninguna para recogerse el pelo; sin embargo, cada cabello del desaliñado moño guarda perfecto equilibrio. Es de esas personas cuyo don es parecer algo sin pretenderlo.

Nunca habían intercambiado palabra alguna, pero él sabía que derrochaba frescura. Admiraba su belleza etérea, su perpetua sonrisa tras el mostrador.

Aquella mañana el aire del norte auguraba el final del otoño. Tuvo que ajustar los botones de su americana y resguardarse bajo las solapas.



Dobló la esquina. Había llegado el día; le diría lo que sentía. Con paso decidido entró a la mercería. Mientras, en la acera de enfrente, la niña del abrigo verde saltaba a la comba.