viernes, 4 de agosto de 2023

Entre saltos al vacío

Otra vez esa melodía en la cabeza, na na na na-na na ná, ra na ná na-na ná... Miro en modo autómata la hora en el móvil, es un gesto que repito a menudo, casi compulsivamente diría, aunque pocas veces proceso realmente la información. Son las 19:58. Pienso en la música, su poder; mantenerte en el pozo o sacarte de él, acelerar tu rimo cardiaco, acompañar momentos y hacerte recordarlos para siempre… ¿Cómo pude no verlo venir? Esto no era lo que había planeado pero… ¿y si continuaba un poco más? quizá hubiera recompensa... Sin embargo, bien sabía que la vida no funciona así; no hay una justicia en destino que premie equitativamente los esfuerzos de los humanos. No es así, y, en cambio, nos empeñamos en seguir intentándolo… una vez más; porque no son pocas las veces que acaba mereciendo la pena. 

 

Pasa el tiempo y te das cuenta de todas las veces que te preocupó algo innecesariamente, todas las cosas a las que les diste importancia de más…

 

A veces nos olvidamos que la vida es eso que pasa entre saltos al vacío… una noche de verano, un buen concierto, el sonido de los hielos en la copa de cristal, una conversación sin prisas sentada en un bordillo, un emoticono de WhatsApp, trasnochar por culpa de un libro, madrugar para hacer deporte, las fotos que no publicas y a las que les das like, alegrarte por los logros de un amigo, el sol en la piel, planear un viaje, encajar una pieza en el puzle, ponerse un disfraz, saber estar en silencio, reflexionar, tener dudas, arriesgar y dejarse llevar, cerrar los ojos y respirar, ponerse la sonrisa por bandera, arroparse antes del despertar, permitirse soñar…

 

viernes, 21 de octubre de 2022

El mejor de los tiempos

        Todo parecía estar en calma y a la vez se mascaba tanta incertidumbre que no podía decirse que fuera un momento de paz. Imposible no acordarse del magistral inicio que Dickens le dio a su Historia de dos ciudades: 

““Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos;

la edad de la sabiduría y también de la locura;

la época de las creencias y de la incredulidad; 

la era de la luz y de las tinieblas;

la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. 

Todo lo poseíamos, pero nada teníamos…”. 

¡Qué acertadas resultaban esas contraposiciones para definir lo que sucedía!, o mejor, lo que sentíamos sobre lo que sucedía… 

 

Éramos la generación ¿más preparada de la historia?, puede ser. Lo que es indudable es que nos habían inculcado el gusto por aprender, por prosperar, por soñar metas y esforzarse hasta alcanzarlas. Habíamos tenido la suerte de vivir en familias humildes en las que darnos caprichos no era opción, sacar buenas notas era la obligación. Siempre “por favor”, “gracias”, los pies en la tierra y la family first y para pagarnos los gastos había que ponerse a trabajar. Compaginarlo con estudiar era lo habitual y no nos creó un trauma, ni malestar. La verdad que nunca fuimos de cristal. Sabíamos lo que valía el tiempo libre y nos empeñábamos en no derrocharlo. Entonces no lo vimos, pues siempre había cerca algún “privilegiado” de los que llegaron a la treintena sin saber el valor de las cosas, pero realmente ¡qué afortunados fuimos!; nos dieron responsabilidad y nos ganamos las alas y la libertad. 

 

En definitiva, era el mejor de los tiempos, la edad de la sabiduría, la época de las creencias, la era de la luz y la primavera de la esperanza. Poseíamos el talento y las ganas pero, verdaderamente, no teníamos nada. Un mundo en el que demasiadas crisis nos rodeaban y, entre ellas, la principal era la de la moral; con modelos de éxito que eran un fracaso de valores, el auge de la cultura de la incultura, de los radicalismos y las polarizaciones. El fin de la argumentación y la reflexión, la tradición de lo inmediato y de lo efímero. El egoísmo, lo tóxico, lo fake, lo fungible… Era el peor de los tiempos, el de la locura (nunca antes había habido tantos problemas de salud mental), el de la incredulidad ¿en qué creer cuando la mentira es gratuita? y las tinieblas. Aunque hasta las sombras quedan bonitas con un filtro de Insta. El invierno de la desesperación. Un invierno demasiado cálido en un mundo que giraba vertiginosamente. Poder adaptarse era simplemente sobrevivir. Darwin estaría orgulloso pero ¿no es vivir en lugar de sobrevivir lo que deberíamos estar haciendo? Digo como humanos, no como especie que pretende perpetuarse en el tiempo y el espacio. Para eso hasta el manido sexo sin amor es suficiente y hay chimpancés con mucho más instinto paternal que algunas familias…

 

En fin, que me voy por las ramas de los bosques tropicales… La situación global no era idílica; millones de personas trabajando para vivir, otras tantas malviviendo, una economía que cada vez se parecía más a una empinadísima pirámide en la que solo unos pocos viven realmente bien y los demás sustentan su peso. El “¡tápate que enseñar el ombligo es una ordinariez!” de hacía tres décadas se había instaurado en la mente de muchos hombres y no pocas mujeres. Mientras no pocas mujeres y cada vez más hombres nos empeñábamos en que dejara de ser necesario el whatsapp de “he llegado bien a casa”. Y un largo etcétera de sintomatologías que nos situaban en el lado malo de la historia de dos ciudades. Y ante tal panorama ¿qué estábamos dispuestos a hacer? Nos negábamos a que no hubiera opciones, el camino era el que nos mostraron de niños: asumir el riesgo y luchar por cambiar las cosas. Pronto haríamos que volviera a ser el mejor de los tiempos.


domingo, 12 de abril de 2020

La primavera ganada


¿Era la primavera perdida? No lo creo, era la primavera en la que por fuerza tuvimos que parar pero el mundo seguía girando; se alternaban las noches y los días (salvo en los polos, como siempre), las plantas florecían en los bosques y jardines, el planeta era un lugar mejor para millones de especies… Incluso los animales salvajes se adentraban en las ciudades que ya no eran para ellos lugares hostiles ni peligrosos. ¿Estaban vacías? Estaban silenciosas. 

El ruido sísmico del planeta era menor, la Tierra estaba más tranquila que nunca y la atmósfera, limpia. Aunque los peces siguieran tragando plástico, el océano y los árboles se apresuraban a capturar dióxido de carbono para intentar remediar los años de desmedidas emisiones del Antropoceno.

La especie que dominaba el mundo y lo modelaba a su antojo, sin querer ver el alto precio de sus actos, tuvo que confinarse por la amenaza de algo microscópico, invisible, intangible, algo que ni siquiera era un ser vivo, un virus megacontagioso. 

Un inciso: me sigue poniendo muy nerviosa cuando lo llaman “bicho”, los virus son acelulares, es decir, no son células (unidad mínima de vida), no pueden realizar las funciones vitales por sí mismos y por eso infectan, se introducen en células de diferentes organismos que hacen por ellos dichas funciones. Por tanto, los virus no deben considerarse organismos (seres vivos), aunque al ser microscópicos y potencialmente patógenos se estudien desde el campo de la microbiología, estrictamente son “micro” pero no “bio”. 
Perdón, sigo.

¡Un virus! Si lo hubieran sabido los gobiernos… Toda la vida dedicando recursos a protegernos de bombas nucleares, misiles, instalando vallas con alambradas… y resulta que el enemigo estaba en un pangolín de uso medicinal en un mercado del Asia Oriental, ¡qué giro inesperado de este guion que es la vida de la humanidad!

Y así, la especie que llevaba años dando esquinazo a la selección natural, con aires acondicionados a 17 grados y chaquetita, con calefacciones a tope y en manga corta, con medicinas para dormir y despertar, y plásticos para envasar una solitaria naranja cultivada a miles de kilómetros de casa… esa especie, de pronto quedó en jaque. Y como siempre: la injusticia, el virus eligió mal a los que pagarían con su vida o su salud las consecuencias de las sociedades egoístas, de un mundo mucho más globalizado que global.

¿Era la primavera perdida? No lo creo, de pronto tuvimos tiempo para mirarnos a los ojos, para leer un buen libro, para escuchar, para ser conscientes de cómo alimentarnos, para preocuparnos por los que nos importan, para reunirnos (virtualmente) y para echar de menos los detalles… 

Porque un abrazo, una sonrisa un lunes por la mañana al entrar al trabajo, unas cañas con amigos en el bar de siempre, una tumbona al sol, un paseo por el campo, un concierto, un por favor y un gracias, ahí es donde estaba la vida… y se nos estaba escapando.

La vida no estaba en stories de Instagram, ni en postureos, ni en vivir para trabajar, ni en lo material… Los modelos que teníamos de éxito eran un fracaso y llevábamos décadas infravalorando la cultura del esfuerzo y a sus profesionales pero ahí estaba el virus para ponernos en nuestros sitio porque “no todo vale”. 

Tuvo que llegar una partícula sin vida para enseñarnos la lección sobre la vida: la clave está en vivirla.

Una lección con un precio que jamás hubiéramos querido pagar, vidas, pero una enseñanza prometedora... Si todo esto hubiera servido para abandonar la idea de creernos dueños del mundo, dueños de nada, para dejar de vender lo que no (se) es… Para guardar la bandera de la prepotencia, dejar de ser ególatras y empezar a ser humildes, para escuchar y ayudar… Si hubiéramos entendido lo que importa de verdad, habríamos ganado.

Entonces no lo sabíamos pero pronto volveríamos a reír, a juntarnos, a besar, a bailar bajo la lluvia y pasear por la orilla del mar. 

Ojalá lo que aquella primavera aprendimos no lo olvidemos jamás, ojalá la de 2020 sea para siempre la primavera ganada.


[Dedicado a todos aquellos que siempre han sido humildes, se han preocupado por los demás (y por el planeta) y nunca olvidan decir, por favor o gracias, muy especialmente a los que ahora lo están pasando mal. Mucho ánimo. Con todo mi cariño.]

lunes, 30 de mayo de 2016

Bajo la lluvia

No estoy segura que fuera Semana Santa, lo que sé seguro es que era un día de espectaculares nubes grises, de esos de tormenta. Había llovido durante horas, no hacía frío, aunque dentro el fuego estaba encendido. Recuerdo el olor a tierra mojada y también la tenue luz, pues el atardecer acechaba.
Apareció sonriente con sus pantalones de pana beige, su cara desbordaba emoción:
- ¡Tito! ¡¡¡Me he caído en un pozo hondo!!! Dijo agarrando la manga de la chaqueta vaquera de mi padre.
No pudimos contener la carcajada, el pozo era un charco que la persistente lluvia había dibujado en el camino y aquella la sexta vez que mi tía le cambiaba de ropa.
Acababa de llegar, transmitía el afán por descubrir el nuevo mundo que le rodeaba, energía, ilusión, vitalidad… Su felicidad era contagiosa y nos hizo felices a todos.

De los momentos previos, lo que guarda mi memoria infantil es una larga espera, y la sensación de tensión en casa cuando llegaban noticias del viaje de los tíos a Colombia.
Cuando meses antes me enteré que había que hacer un árbol genealógico con todos los miembros de la familia pensé: imposible. ¡Somos muchísimos!...Cuando lo vi acabado (fue una de las primeras cosas que vi a ordenador) me pareció que debía haber costado horas y horas de trabajo. Me busqué. Aparecía junto a mi hermana en líneas consecutivas; nuestra fecha de nacimiento, nuestros nombres y apellidos y una frase al lado: “cursando 3º de primaria”. Curioseé el documento… alucinante. ¡Estábamos todos!
Tras la primera visita y las cinco mudas, de nuevo limpias, secándose delante de la chimenea, los recuerdos se amontonan sin estricto orden cronológico: los pelos alborotados, gotas de sudor cayendo por la frente tras horas de juegos y aventuras, el balón apoyado en la cadera, otros ilustres compañeros de juegos como una piedra o un palo… Vagas imágenes pero un nexo común: una nítida sonrisa.

Pasada la infancia y la adolescencia, llega el orden a los recuerdos de mi memoria. El Facebook recorta parte de los kilómetros que nos separaban y me permite darte ánimos en los momentos complicados (es aquí cuando, discúlpenme, cambio la 3ª persona por 2ª, para acercarme, acercarle). Y Tú te encargas del resto, de paliar la distancia casi anualmente con tus “visitas a las tías”, de las que todos nos nutríamos. Disfrutábamos embelesados.
Y entonces me acuerdo de tu piel suave, de los fuertes besos que nos dabas, de lo cariñoso y cercano que eras a pesar de vernos del ciento al viento, de tu sentido del humor, siempre bromeando. De que siempre empezabas las frases con un ¡prima! o un ¡tita! que nos tenía ganados… y sobretodo, de tu sonrisa interminable. Tu felicidad nos hacía, nos hace y nos hará felices siempre a todos. Gracias por enseñarnos a bailar bajo la lluvia. Lo seguiremos haciendo. Te queremos.


P.D.: ¿Te cuento un secreto? Eres indirectamente responsable de lo orgullosa que me siento de mi trabajo diario. Gracias por recordarme el sentido que tiene.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Reinaba la oscuridad

Empezó a pensar en un nuevo teorema. Tenía que existir una explicación lógica.

Cerca de su Pisa natal contemplaba el mar de la Toscana; su danza le embelesaba. Unas veces tan alto que acariciaba las rocas y otras tan alejado que para sentir su fría caricia había que recorrer un desierto de arena.

¿Y la Luna? ¡Oh, la Luna! Admiraba su brillo las noches en que la esfera iluminaba su deambular.

Reinaba la oscuridad. El golpeteo de las olas contra las rocas interrumpió su pensamiento. ¿Y si el Sol fuera el centro de todo? Un escalofrío recorrió su cuerpo.



- ¡Duérmete ya Galileo!




La voz

Hoy parece que ella tiene la voz todavía más dulce que ayer. Sin embargo, está más triste. Se le nota; marca menos las erres y no alarga los finales de frase con su habitual tonillo cantarín. Adoro ese soniquete…

        ¿Qué te pasa cariño? ¿No te gusta el otoño?
Ella cambia de tema. – Es momento de hablar de economía – Dice. Escucho embobado aunque no entiendo nada.



Unos minutos después ella se ha despedido y yo apago la radio.



Invierno

-  Deberías airearte un poco. ¿Cuánto llevas encerrada?

Fuera unos tenues rayos de sol, los primeros que se atrevían a salir tras el frío invierno, se colaban entre las ramas del abeto. A lo lejos el discurrir del deshielo en un arroyo y el aleteo de un mirlo sobre las densas copas. Aún hacía fresco.



Parecía pronto para salir, pero la ardilla desperezó sus meses de hibernación de un salto y salió de la madriguera. Debía volver a llenar su despensa. Correteó unos minutos entre la nieve y por fin encontró la primera piña.