Por la ventana entraba aquel olor a pino, a tierra, a oxígeno.
Aquel olor intemporal que reconforta por dentro. Lo único que rompía el
silencio era el tintineo de la farola mecida por el suave viento. No parecía
haber un alma por la calle en la noche de aquel caluroso septiembre.
Yo andaba inmersa en mis ‘reflexiones vitales’ pues septiembre
es siempre un mes de cambio. Había decidido tomármelo de vacaciones ante lo que
luego pudiera acontecer; me las prometía felices disfrutando de la soledad bajo
la manta de rayas, como en Palma, pero no. Finalmente mi idea había tenido
tanto éxito que la familia había decidido copiarla y allí estaba yo; ¡quién lo
iba a decir!, echando de menos la soledad.
El mundo había seguido girando, a veces a ritmo vertiginoso,
otras (sobre todo los domingos) un poco más pausado y había llegado el momento
de decidir cuál sería el Plan B. En caso de que el Plan A, la resolución de
aquellas becas de doctorado en España, no diera sus frutos; lo tenía claro:
debía ejecutar un plan de huída. Siempre me gusta tener un As bajo la manga y
aquel era el momento de esconderlo.
Probablemente la opción más lógica fuera viajar a Alemania, allí
podría perfeccionar el inglés que empezaba a oxidarse en algún rincón de mi
cabeza y aprender la lengua germana, muy valorada en el ámbito científico. Pero
¿quién sabe? ¿por qué iba a ser la opción lógica la más correcta?
Sin duda había sido un largo verano, parecía infinito el tiempo
que había pasado desde aquella semana en Santander a mediados de junio. Y en
cambio, si cerraba los ojos, aún podía sentir sobre la piel el calor de aquel
sol aún primaveral.
No podía calcular cuántos kilómetros había recorrido, a cuántas
fiestas había asistido, cuánto tiempo había dormido, cuántas horas había
trabajado... Simplemente, los recuerdos de aquel verano acudían a mi mente en
forma de fotogramas. Bien es verdad que, por diferentes motivos, en mi memoria el
verano tenía una clara banda sonora Love
your ground de Mumford&Sons.
Ahora, con la perspectiva del tiempo sé que por aquel entonces
yo ya me había reconstruido. Me sentía feliz, había sacado el lado bueno hasta
de las situaciones más dolorosas y creo que en el fondo me sentía orgullosa de
haber creado una versión mejorada de mi misma. Vivía el momento sin renunciar a
mis sueños.
Siempre he sido muy racional, fría y bastante hermética; sin
embargo, entonces andaba preocupada, es más, emocionada al ver injustamente quebrarse
los frágiles sentimientos de otros a mí alrededor. Yo ya había pasado por aquello,
quizá de otra manera, diferente. Aún así no tenía palabras. Llegado el caso
cada uno debe vivir a su manera el ‘camino hacia la indiferencia’.
Me había quedado dormida con el ordenador sobre las rodillas, lo
dejé en el suelo, apagué la luz y me tapé con una manta. Pocas horas después,
aún de madrugada, me desperté acurrucada en un extremo de la cama, sonreí. Por
la ventana aún abierta llegaban los augurios de un frío invierno. Ya no
recuerdo si aquellos vientos de cambio me trajeron también las primeras anginas
de la temporada, sea como fuere el verano se había alargado y yo esperaba con
ansía el mejor momento del año, la época del jersey. Las lluvias de otoño, el
calor de la chimenea, los jerséis de cuello vuelto...
A la mañana siguiente la luz que entraba a través de las
cortinas presagiaba un cielo repleto de nubes grises, puede que fuera aquello,
o quizá el sonido de mis primos pequeños en el patio trasero, lo que me hizo
despertar cargada de energía. Con ellos tenía ya esa sensación de nostalgia al
ver que la magia de los momentos compartidos durante su niñez pronto sería
recuerdo del pasado.
Salí de la cama. Sobre la camiseta que hacía las veces de pijama
de verano me cerré la sudadera verde que encontré arrugada sobre la silla de la
habitación; reposaba en aquel montón que yo llamaba ‘ropa en tránsito’. Bajé
las escaleras estirando bien las mangas, intentando esconder las manos. Puse la
cafetera sobre el fuego pequeño de la cocina de gas y un par de rebanadas de
pan del día anterior en el tostador. El gran ventanal del salón permanecía
cerrado; tras él, un amenazante cielo gris desafiaba mis planes de aquella
mañana.
Otra vez aquel olor, ¡se me habían quemado las tostadas! ¡Qué
desastre! Empezaba a pensar que había un fallo genético por el cual era
imposible que yo no quemara el pan ni se me saliera el café de la cafetera...
Lo del café resulto no ser un defecto hereditario y se solucionó poco después
cambiando la goma desgastada de la cafetera. Sin embargo, aún conservo la
teoría de que la alta frecuencia con la que carbonizo tostadas no es por
despiste sino por algo más grave. En fin, aquella mañana acabé desayunando
cereales integrales.
Volví a subir al piso de arriba. Los últimos días el calentador
había estado fallando pero aquella mañana el agua caliente aguantó hasta el
final de la ducha. Me vestí con ropa cómoda; aunque no hacía el frío suficiente
estaba deseando sacar los pantalones negros de montaña ¡les había cogido tanto
cariño en el viaje al Ártico!, así que me empeñé en lucirlos... Una sudadera,
las botas y en la mano el chubasquero blanco. Pocos minutos después salía por
la puerta de casa ajustándome la coleta.
Había pensado dar un paseo por mi lugar preferido del planeta;
sobre la margen derecha de los cortados que encajan el Río. A sólo unos minutos
de casa era para mí un lugar donde el tiempo se paraba, casi siempre inhóspito,
cercano a lo que yo entiendo por ‘el Fin del Mundo’. Me sigue encantando ir
allí de vez en cuando y ver cómo el paisaje va cambiando al son del paso de las
estaciones. No me canso de admirarlo; siempre igual, siempre diferente.
Comencé a dar los primeros pasos observando aún claramente las
huellas del largo estío y empecé a disfrutar de la belleza de aquellas
monumentales rocas, el serpenteo del bosque de rivera desde las alturas, los
diferentes blancosgrisesnegros del cielo que se cernía, aún contenido, sobre el
lugar. Y entonces, en el bolsillo derecho del chubasquero empezó a vibrar mi
teléfono móvil. Descolgué.
Ni siquiera en el fin del mundo se puede estar tranquilo. Sin
embargo, aquella llamada cambiaría mi vida para siempre.