No estoy segura que
fuera Semana Santa, lo que sé seguro es que era un día de espectaculares nubes
grises, de esos de tormenta. Había llovido durante horas, no hacía frío, aunque
dentro el fuego estaba encendido. Recuerdo el olor a tierra mojada y también la
tenue luz, pues el atardecer acechaba.
Apareció sonriente
con sus pantalones de pana beige, su cara desbordaba emoción:
- ¡Tito! ¡¡¡Me he caído
en un pozo hondo!!! Dijo agarrando la manga de la chaqueta vaquera de mi padre.
No pudimos contener la
carcajada, el pozo era un charco que la persistente lluvia había dibujado en el
camino y aquella la sexta vez que mi tía le cambiaba de ropa.
Acababa de llegar,
transmitía el afán por descubrir el nuevo mundo que le rodeaba, energía,
ilusión, vitalidad… Su felicidad era contagiosa y nos hizo felices a todos.
De los momentos previos,
lo que guarda mi memoria infantil es una larga espera, y la sensación de
tensión en casa cuando llegaban noticias del viaje de los tíos a Colombia.
Cuando meses antes
me enteré que había que hacer un árbol genealógico con todos los miembros de la
familia pensé: imposible. ¡Somos muchísimos!...Cuando lo vi acabado (fue una
de las primeras cosas que vi a ordenador) me pareció que debía haber costado
horas y horas de trabajo. Me busqué. Aparecía junto a mi hermana en líneas
consecutivas; nuestra fecha de nacimiento, nuestros nombres y apellidos y una
frase al lado: “cursando 3º de primaria”. Curioseé el documento… alucinante. ¡Estábamos
todos!
Tras la primera
visita y las cinco mudas, de nuevo limpias, secándose delante de la chimenea,
los recuerdos se amontonan sin estricto orden cronológico: los pelos
alborotados, gotas de sudor cayendo por la frente tras horas de juegos y
aventuras, el balón apoyado en la cadera, otros ilustres compañeros de juegos
como una piedra o un palo… Vagas imágenes pero un nexo común: una nítida
sonrisa.
Pasada la infancia y
la adolescencia, llega el orden a los recuerdos de mi memoria. El Facebook recorta
parte de los kilómetros que nos separaban y me permite darte ánimos en los
momentos complicados (es aquí cuando, discúlpenme, cambio la 3ª persona por 2ª,
para acercarme, acercarle). Y Tú te encargas del resto, de paliar la distancia
casi anualmente con tus “visitas a las tías”, de las que todos nos nutríamos.
Disfrutábamos embelesados.
Y entonces me
acuerdo de tu piel suave, de los fuertes besos que nos dabas, de lo cariñoso y
cercano que eras a pesar de vernos del ciento al viento, de tu sentido del
humor, siempre bromeando. De que siempre empezabas las frases con un ¡prima! o un
¡tita! que nos tenía ganados… y sobretodo, de tu sonrisa interminable. Tu felicidad
nos hacía, nos hace y nos hará felices siempre a todos. Gracias por enseñarnos
a bailar bajo la lluvia. Lo seguiremos haciendo. Te queremos.
P.D.: ¿Te cuento un
secreto? Eres indirectamente responsable de lo orgullosa que me siento de mi
trabajo diario. Gracias por recordarme el sentido que tiene.