¿Era la primavera perdida? No lo creo, era la primavera en la que por fuerza tuvimos que parar pero el mundo seguía girando; se alternaban las noches y los días (salvo en los polos, como siempre), las plantas florecían en los bosques y jardines, el planeta era un lugar mejor para millones de especies… Incluso los animales salvajes se adentraban en las ciudades que ya no eran para ellos lugares hostiles ni peligrosos. ¿Estaban vacías? Estaban silenciosas.
El ruido sísmico del planeta era menor, la Tierra estaba más tranquila que nunca y la atmósfera, limpia. Aunque los peces siguieran tragando plástico, el océano y los árboles se apresuraban a capturar dióxido de carbono para intentar remediar los años de desmedidas emisiones del Antropoceno.
La especie que dominaba el mundo y lo modelaba a su antojo, sin querer ver el alto precio de sus actos, tuvo que confinarse por la amenaza de algo microscópico, invisible, intangible, algo que ni siquiera era un ser vivo, un virus megacontagioso.
Un inciso: me sigue poniendo muy nerviosa cuando lo llaman “bicho”, los virus son acelulares, es decir, no son células (unidad mínima de vida), no pueden realizar las funciones vitales por sí mismos y por eso infectan, se introducen en células de diferentes organismos que hacen por ellos dichas funciones. Por tanto, los virus no deben considerarse organismos (seres vivos), aunque al ser microscópicos y potencialmente patógenos se estudien desde el campo de la microbiología, estrictamente son “micro” pero no “bio”.
Perdón, sigo.
¡Un virus! Si lo hubieran sabido los gobiernos… Toda la vida dedicando recursos a protegernos de bombas nucleares, misiles, instalando vallas con alambradas… y resulta que el enemigo estaba en un pangolín de uso medicinal en un mercado del Asia Oriental, ¡qué giro inesperado de este guion que es la vida de la humanidad!
Y así, la especie que llevaba años dando esquinazo a la selección natural, con aires acondicionados a 17 grados y chaquetita, con calefacciones a tope y en manga corta, con medicinas para dormir y despertar, y plásticos para envasar una solitaria naranja cultivada a miles de kilómetros de casa… esa especie, de pronto quedó en jaque. Y como siempre: la injusticia, el virus eligió mal a los que pagarían con su vida o su salud las consecuencias de las sociedades egoístas, de un mundo mucho más globalizado que global.
¿Era la primavera perdida? No lo creo, de pronto tuvimos tiempo para mirarnos a los ojos, para leer un buen libro, para escuchar, para ser conscientes de cómo alimentarnos, para preocuparnos por los que nos importan, para reunirnos (virtualmente) y para echar de menos los detalles…
Porque un abrazo, una sonrisa un lunes por la mañana al entrar al trabajo, unas cañas con amigos en el bar de siempre, una tumbona al sol, un paseo por el campo, un concierto, un por favor y un gracias, ahí es donde estaba la vida… y se nos estaba escapando.
La vida no estaba en stories de Instagram, ni en postureos, ni en vivir para trabajar, ni en lo material… Los modelos que teníamos de éxito eran un fracaso y llevábamos décadas infravalorando la cultura del esfuerzo y a sus profesionales pero ahí estaba el virus para ponernos en nuestros sitio porque “no todo vale”.
Tuvo que llegar una partícula sin vida para enseñarnos la lección sobre la vida: la clave está en vivirla.
Una lección con un precio que jamás hubiéramos querido pagar, vidas, pero una enseñanza prometedora... Si todo esto hubiera servido para abandonar la idea de creernos dueños del mundo, dueños de nada, para dejar de vender lo que no (se) es… Para guardar la bandera de la prepotencia, dejar de ser ególatras y empezar a ser humildes, para escuchar y ayudar… Si hubiéramos entendido lo que importa de verdad, habríamos ganado.
Entonces no lo sabíamos pero pronto volveríamos a reír, a juntarnos, a besar, a bailar bajo la lluvia y pasear por la orilla del mar.
Ojalá lo que aquella primavera aprendimos no lo olvidemos jamás, ojalá la de 2020 sea para siempre la primavera ganada.
[Dedicado a todos aquellos que siempre han sido humildes, se han preocupado por los demás (y por el planeta) y nunca olvidan decir, por favor o gracias, muy especialmente a los que ahora lo están pasando mal. Mucho ánimo. Con todo mi cariño.]