Todo parecía estar en calma y a la vez se mascaba tanta incertidumbre que no podía decirse que fuera un momento de paz. Imposible no acordarse del magistral inicio que Dickens le dio a su Historia de dos ciudades:
““Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos;
la edad de la sabiduría y también de la locura;
la época de las creencias y de la incredulidad;
la era de la luz y de las tinieblas;
la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.
Todo lo poseíamos, pero nada teníamos…”.
¡Qué acertadas resultaban esas contraposiciones para definir lo que sucedía!, o mejor, lo que sentíamos sobre lo que sucedía…
Éramos la generación ¿más preparada de la historia?, puede ser. Lo que es indudable es que nos habían inculcado el gusto por aprender, por prosperar, por soñar metas y esforzarse hasta alcanzarlas. Habíamos tenido la suerte de vivir en familias humildes en las que darnos caprichos no era opción, sacar buenas notas era la obligación. Siempre “por favor”, “gracias”, los pies en la tierra y la family first y para pagarnos los gastos había que ponerse a trabajar. Compaginarlo con estudiar era lo habitual y no nos creó un trauma, ni malestar. La verdad que nunca fuimos de cristal. Sabíamos lo que valía el tiempo libre y nos empeñábamos en no derrocharlo. Entonces no lo vimos, pues siempre había cerca algún “privilegiado” de los que llegaron a la treintena sin saber el valor de las cosas, pero realmente ¡qué afortunados fuimos!; nos dieron responsabilidad y nos ganamos las alas y la libertad.
En definitiva, era el mejor de los tiempos, la edad de la sabiduría, la época de las creencias, la era de la luz y la primavera de la esperanza. Poseíamos el talento y las ganas pero, verdaderamente, no teníamos nada. Un mundo en el que demasiadas crisis nos rodeaban y, entre ellas, la principal era la de la moral; con modelos de éxito que eran un fracaso de valores, el auge de la cultura de la incultura, de los radicalismos y las polarizaciones. El fin de la argumentación y la reflexión, la tradición de lo inmediato y de lo efímero. El egoísmo, lo tóxico, lo fake, lo fungible… Era el peor de los tiempos, el de la locura (nunca antes había habido tantos problemas de salud mental), el de la incredulidad ¿en qué creer cuando la mentira es gratuita? y las tinieblas. Aunque hasta las sombras quedan bonitas con un filtro de Insta. El invierno de la desesperación. Un invierno demasiado cálido en un mundo que giraba vertiginosamente. Poder adaptarse era simplemente sobrevivir. Darwin estaría orgulloso pero ¿no es vivir en lugar de sobrevivir lo que deberíamos estar haciendo? Digo como humanos, no como especie que pretende perpetuarse en el tiempo y el espacio. Para eso hasta el manido sexo sin amor es suficiente y hay chimpancés con mucho más instinto paternal que algunas familias…
En fin, que me voy por las ramas de los bosques tropicales… La situación global no era idílica; millones de personas trabajando para vivir, otras tantas malviviendo, una economía que cada vez se parecía más a una empinadísima pirámide en la que solo unos pocos viven realmente bien y los demás sustentan su peso. El “¡tápate que enseñar el ombligo es una ordinariez!” de hacía tres décadas se había instaurado en la mente de muchos hombres y no pocas mujeres. Mientras no pocas mujeres y cada vez más hombres nos empeñábamos en que dejara de ser necesario el whatsapp de “he llegado bien a casa”. Y un largo etcétera de sintomatologías que nos situaban en el lado malo de la historia de dos ciudades. Y ante tal panorama ¿qué estábamos dispuestos a hacer? Nos negábamos a que no hubiera opciones, el camino era el que nos mostraron de niños: asumir el riesgo y luchar por cambiar las cosas. Pronto haríamos que volviera a ser el mejor de los tiempos.