La niebla cubría los tejados y bajaba hasta la calle penetrando
en los huesos de los escasos transeúntes que se atrevían a transitar las aceras
a aquella intempestiva hora. Yo no podía dormir así que había salido del
envolvente calor del nórdico con intención de aprovechar la madrugada. Enredada
en la gustosa manta de rayas y sosteniendo una infusión en la mano derecha
miraba divertida a través del cristal.
Aquella niebla me transportaba a otros lugares: Londres, Tromsø,
Göteborg... Y precipitaba mi imaginación hacia los relatos de Anne Perry,
Henning Mankell o Agatha Christie. El mágico ambiente creado por la densa
niebla blanca y la tenue luz amarilla de las farolas que, esperando el amanecer
permanecían aún encendidas, me llevaba a situar a los transeúntes en el papel
principal de historias detectivescas y policiacas que surgían, se agolpaban y finalmente
se desvanecían en mi cabeza. Me gustaba jugar a imaginar las vidas de aquellas
personas.
Los edificios cercanos comenzaban a salpicarse de ventanas encendidas;
la ciudad parecía estar en ese ligero tránsito entre el sueño y el despertar.
Un señor con bastón y sombrero oscuro cruzaba la calle. Al otro
lado un barrendero daba los últimos empujones a su carro a sabiendas de que su
jornada estaba por fin al borde de extinguirse.
La densa niebla me impedía ver más allá de la avenida principal
pero mis ojos estaban fijos en aquella dirección pues el silencio de la noche
acababa de ser interrumpido por un acompasado y seco ruido. Toc, toc, toc, toc...
Mi curiosidad se vio satisfecha al descubrir la figura de una mujer; se abría
paso entre la niebla con andar firme y decidido.
El único sonido que cortaba la noche provenía de sus tacones;
unas delicadas botas de ante beige que combinaban con un grueso abrigo de pelo
que le cubría desde el cuello hasta la cintura, dejando ver la parte inferior
de un precioso vestido rojo. Lucía una larga melena rubia cuidadosamente
recogida tras su oreja izquierda. La cara pálida, como de porcelana; resaltaba
el carmín que seguro coincidía en color con las uñas, pero eso es más imaginación
que realidad pues resguardaba las manos del frío bajo guantes de cuero negro.
Me llamó la atención su caminar, tan enérgico y decidido a pesar
del calzado y de lo resbaladizas que debían estar las baldosas con tanta
humedad. Perdí de vista su figura cuando dobló la siguiente esquina. Poco después
la misma acera la recorrían dos elegantes caballeros vestidos de traje con
abrigo largo oscuro y guantes. Me di cuenta de que la estaban siguiendo. Al
llegar a la esquina ambos pararon, uno asomó la cara hacia el lugar al que se
había dirigido la mujer de rojo y con un gesto indicó al otro que podían
proseguir. Desaparecieron de mi vista.
Pasé varios segundos, quizá algún minuto, ensimismada, con la
mirada perdida tratando de explicarme lo que acababa de ver. ¿Sería fruto de mi
imaginación? No, aquello había sido real. Me contrariaba no poder hacer nada y
más aún no saber. La curiosidad realimentó mi ya de por sí efervescente
imaginación: ¿Serían agentes secretos y ella una peligrosa delincuente? ¿Serían
sicarios y ella una importante ejecutiva que custodiaba con su vida información
confidencial? No podía soportar la intriga... ¿Cuál sería el desenlace? Al día
siguiente tendría que devorar todos los periódicos en busca de algún indicio que
cuadrara con la escena que había vivido desde mi ventana.
Las divagaciones debieron agotarme porque no sé muy bien cómo
llegue a la cama y caí rendida. Lo siguiente que recuerdo es la armónica de
Dylan, sonaba en la radio cuando esta se activó al apagar la alarma. El
despertador marcaba las nueve de la mañana.
Cuando me levanté pensé que todo había sido un sueño, la manta
de rayas estaba cuidadosamente doblada sobre el sofá. Fuera hacía un
espectacular y frío día. Si en algún momento de la noche había habido niebla,
ésta se había esfumado y dado paso al sol de noviembre. En la cocina todo
estaba en su sitio. No me di cuenta que una taza con restos de infusión reposaba
junto a la ventana.