Cuando me desperté aún era de noche. Fuera el viento había
parado y sin embargo la calle parecía un lugar desapacible.
Una hora más tarde en la parada del autobús a las afueras de
aquel pequeño pueblo gaditano yo esperaba que la noche agotara su reinado y que
llegara por fin aquel trasto en el que emprendería el regreso a casa.
Allí sentada me di cuenta que inconscientemente sujetaba con fuerza
mi mano izquierda; aún me seguía doliendo.
Miré el reloj, faltaba un cuarto de hora. Me giré a observar la
belleza de aquellas construcciones inmaculadas arriba de la montaña, bajo la
luz amarilla de las farolas tenían un aire mágico; no me fue difícil imaginar
historias cuyas protagonistas sin duda eran bellas princesas árabes.
Si cerraba los ojos podía escuchar el suave azote del mar contra
la base de los acantilados que sujetaban aquella serpenteante carretera.
El autobús llegó, tan sólo cuatro pasajeros nos unimos a la
media docena de somnolientos que ya ocupaban sus asientos. En la radio un
estridente locutor se esforzaba por animar la mañana, su entusiasmo resultaba
casi ridículo a esas intempestivas horas de la mañana de aquel lunes.
Ocupé mi asiento junto a la ventanilla izquierda, abrí mi libro
de lectura y me sumergí en un mundo totalmente ajeno a aquel lunes, a aquel
autobús, a aquella inhóspita realidad.
Cuando me quise dar cuenta el día se había abierto paso y la
sinuosa carretera que bordeaba la costa había quedado atrás. Aquel trasto lleno
de viajeros circulaba por la autopista rumbo hacia el norte.
Me enrosqué el pañuelo negro al cuelo, tenía frío como casi
siempre que viajo. Entonces me di cuenta, al otro lado del pasillo un niño
rubio de grandes ojos verdes me miraba con expresión severa. Le saqué la lengua
y pareció sorprendido, sonrió y abrió ligeramente la mano para enseñarme un
pequeño muñeco de plástico duro y llamativos colores que llevaba encerrado en
su puño, guardado con el afán del que custodia un gran tesoro.
Yo exageré mi cara de sorpresa, ambos sonreímos y volvimos a
inmiscuirnos en nuestros solitarios pensamientos. Él más convencido aún del
gran valor del muñeco que sujetaba.
Cuando agoté las páginas del libro que me mantenía fuera de
aquel autobús el niño se había acurrucado en el brazo de su madre y dormía
plácidamente. Por un momento envidié su descanso, su expresión no podía sino
evidenciar la ausencia de responsabilidades y la plena felicidad.
Cuando días atrás había emprendido aquel viaje hacia el sur no
podía imaginar todo lo que me traería. La perspectiva desde la distancia y la
reflexión alejada de la rutina habían puesto ante mí una clara evidencia: en
los últimos meses se había desdibujado mi “objetivo de futuro”. Ahora aparecía
ante mí perfectamente perfilado.
No había tomado ninguna gran decisión, simplemente iba a tratar
de mantener en mi vida todo aquello que me hacía feliz. Pensaba recuperar mi
espíritu de lucha, ¡aún me quedaban muchos sueños por cumplir!
Las horas fueron pasando y la última sonrisa de aquel largo
viaje la dibujó en mi cara una melodía; en la radio sonaba Mi niña Lola. Tan sólo dos días atrás en una vieja taberna flamenca
del casco antiguo María José había entonado aquellas dulces notas acompañada de
una espontánea guitarra y del precioso compás de sus propias palmas.
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