Empezó a pensar en un nuevo
teorema. Tenía que existir una explicación lógica.
Cerca de su Pisa natal contemplaba
el mar de la Toscana; su danza le embelesaba. Unas veces tan alto que
acariciaba las rocas y otras tan alejado que para sentir su fría caricia había
que recorrer un desierto de arena.
¿Y la Luna? ¡Oh, la Luna! Admiraba
su brillo las noches en que la esfera iluminaba su deambular.
Reinaba la oscuridad. El golpeteo
de las olas contra las rocas interrumpió su pensamiento. ¿Y si el Sol fuera el
centro de todo? Un escalofrío recorrió su cuerpo.
- ¡Duérmete ya Galileo!